9.5.08

La decapitación del tiempo

“Para hallar un simulacro de paz necesito aferrarme a un tiempo sin mañana, a un tiempo decapitado."
Emile Cioran



La hoja en blanco me mira con un título solitario en el entrecejo, y me lleva a pensar en aquello que pueden sugerir estas primeras palabras. Es posible interpretarlas como un atentado al tiempo, pero la decapitación no implica muerte. Neruda se encarga del desmembramiento del tiempo, sin que con ello se logre su caída íntegra.

El reloj
siguió cortando el tiempo
con su pequeña sierra.
Como en un bosque
caen
fragmentos de madera,
mínimas gotas, trozos
de ramajes o nidos,
sin que cambie el silencio,
sin que la fresca oscuridad termine,
así
siguió el reloj cortando
desde tu mano invisible,
tiempo, tiempo,
y cayeron
minutos como hojas,
fibras de tiempo roto,
pequeñas plumas negras.

La atracción y repelencia que ejerce el tiempo en nosotros es sublime. No podemos pensarnos sin él. Pensar en el tiempo puede abolir nuestra insignificancia y, a la vez, acrecentarla. No se puede no pensar en él ni aun declarando su muerte, como ya lo hizo antes, sin que se haya conseguido ninguna ventaja sobre su sentencia inapelable.
Lezama Lima encuentra que en el vacío la velocidad es infinita, y entonces deja de existir un tacto que determine el roce de las cosas entre sí; la realidad es detenida, la resistencia se hace también infinita y lo que se esperaba de esa velocidad vertiginosa no es más que parálisis. Las contradicciones llevan a un colapso que no termina de erupcionar nunca; todo se mantiene y nada se contabiliza. Las cosas están y no están, son exactamente lo opuesto de lo que aparentan. En ese vacío no existe movimiento, y en la ausencia de movimiento se halla la forma de matar al tiempo; pero la inmovilidad es posible sólo en el vacío, y se pasa de un problema a otro, tan o igual de severo: ¿dónde está el vacío? Ese lugar donde ya no se cuenta uno en el tiempo, donde se encuentra el cadáver de éste mismo y que seguramente trasciende un olor a mirra, donde la muerte no traiciona a los amantes y queda otra salida separada de la demencia.
El misterio al que aluden los escritores y filósofos cuando se refieren al tiempo no es otro que su medición: un enigma. Agustín refería:
Sé que mi discurso sobre el tiempo está en el tiempo; sé, pues, que el tiempo existe y que se mide. Pero no sé lo que es el tiempo ni cómo se lo mide. ¡Ay de mí, que ni siquiera sé lo que no sé!

Es por esta combinación de fuerzas que se anidan en el espíritu humano que el empecinamiento por preguntarse por el tiempo, con el tiempo, en lugar de convencer al hombre de la imposibilidad que existe en develarlo, le da una fuerza terca para seguir contemplándolo, aunque sea sólo en su imaginación.
La atracción reside en la infalibilidad del tiempo, pues, como condenan:, “el movimiento puede pararse, no el tiempo”, Ricœur; “y aunque no todas las cosas envejecen, mas todas perecen”, Agustín; y “ese ‘desde aquí’… y ‘hasta aquí’ severo, rígido, inflexible”, Heidegger.
Pero, como en todo apasionamiento, el fuego se mantiene necesariamente por alguna coincidencia. En este caso, la naturaleza del tiempo coincide con la distensión del espíritu humano, según lo que se puede intuir. Heidegger nos dice que podemos comprender nuestro existir por la intuición de lo que es el tiempo. La identificación está también, como dice Octavio Paz, en que “el tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos.”
Esta superposición y penetración del tiempo en nosotros, la separación inimaginable, nos asfixia. El tiempo nos estorba, invade nuestra individualidad. Es necesario volver a pensar si el tiempo existe, si es o no es; de ello depende nuestra tranquilidad. Si siguiéramos a Heidegger, pensaríamos: “el tiempo no es, pero el uso cotidiano del lenguaje nos obliga a decir que es”. “El tiempo no es nada en sí. No hay tiempo absoluto, ni una simultaneidad absoluta. El tiempo es aquello en lo que se producen acontecimientos”. Por otro lado, el argumento escéptico sostiene también que “el tiempo no tiene ser, puesto que el futuro no es todavía, el pasado ya no es y el presente no permanece”.
Con estas consideraciones aparentemente podríamos librarnos del ser del tiempo, pero negar éste sería una negación de nosotros mismos, por la identificación que es esencial. Quisiéramos abolir esa simpatía fuera de la voluntad que no nos permite negar el ser del tiempo; quisiéramos viajar al espacio y volver a la tierra sólo para ver a los que conocíamos, viejos, acabados; ver que ellos son el tiempo, que han pasado, que dentro de poco ya no estarán más, ver su sin-retorno lejos de nuestra existencia. Quisiéramos separarnos de nuestra naturaleza, quitarnos esa esencia fútil. Tal vez una respuesta sea no pensar el ello. Como medita Sartre: “me pregunto si el único medio de salvar uno su juventud no será olvidarla”. Muchos somos mártires de la juventud sólo por sentirla.
No sabemos cómo entender el presente (sobre todo el presente), porque se mide tan solo el pasado y el futuro; en el momento de reconocerlo no existe más que espera y memoria. El presente es lo que no permanece y lo que no tiene extensión, según cierta concepción. Según Ricœur, el presente es triple, pues el pasado y el futuro están en él. El presente contiene una multiplicidad interna. “Así, el presente es pasado por el recuerdo, y es futuro por la espera”, sin dejar de ser al mismo tiempo el punto, indivisible. El poeta alemán Meister coincide, en su poema Ahora:
Ahora:
un septiembre,
por la tarde.
AHORA
es hace tiempo.

Se busca un escape, deseando tal vez que como para la realidad existe una irrealidad, para un tiempo exista un no-tiempo, o una forma de éste que haga soportable la faz drástica de su discurrir. Se busca un camino sinuoso, un atajo, una curva de Olguín que nos permita huir con honores. Se ha considerado la existencia de un tiempo cosmológico y un tiempo fenomenológico, y se han ocupado de espiarlo los físicos y filósofos.
Desde una lectura de Ricœur descubrimos un tiempo distinto, un tiempo Godot, destructor de realidades absolutas. Nos dice: “la especulación sobre el tiempo es una cavilación inclusiva a la que sólo responde la actividad narrativa”. El tiempo propio a la narración y a la historia para Ricœur es un tercer tiempo, que se encuentra entre el cosmológico y el fenomenológico. Manuel Maceiras nos dice también: “el tiempo como realidad abstracta y cosmológica adquiere significación antropológica en la medida en que puede ser articulado en una narración”.
Es por ese camino que encontramos una respuesta, una manera de decapitar al tiempo, de librarnos aunque sea por momentos de ver la máscara tenebrosa del tiempo en el aire, en todo lo que rodea al aire, al vacío y lo que nos circunda y se muestra a nosotros. El tramar constantemente, el crear historias, el navegar dentro el tercer tiempo, es escribir, al fin, es cambiarle el lugar a la cabeza del tiempo. De cabeza, la cabeza en el mueble que está lejos de su cuerpo; el tiempo pierde la cabeza, deja de mandar, está destronado.
Se trata de afirmar que el tiempo está en nuestro interior, pero no como nuestra esencia forzosa e incómoda, sino en nuestras elaboraciones mentales, siendo producto nuestro, de nuestra imaginación o razón, creado por la misma necesidad que se creó en nuestras mentes el amor, la felicidad y dios.
El tramar es decapitar, es quitarle la cabeza, es de-mencia. Si alegamos demencia no nos será difícil ver un tiempo sin cabeza corriendo alrededor de nuestras almas, totalmente indefenso, como un bípedo plume bruno y a punto de ser devorado por otra ave: el ruiseñor devorador del tiempo, de Stevenson, o, con más seguridad, el ser humano que trasciende.

por Alejandra


No hay comentarios.: